¿Naturaleza renacida? Lo siento, pero no creo
Artículo de opinión de Emilio Fernández, catedrático de Ecología de la Universidad de Vigo
El planeta respira. La naturaleza renace. Nos ha puesto en su sitio. Puede que en estos días hayan leído expresiones similares a estas. Dejando aparte licencias literarias que traslucen una voluntad inexistente en la naturaleza, describen el resultado de un experimento ecológico de una escala inimaginable: la semi-hibernación de la especie humana, una de las más relevantes de la biosfera, a causa de la pandemia generada por el Covid-19.
Aunque es todavía prematuro aventurar los efectos ambientales de este fenómeno, los primeros resultados de este experimento ilustran la extraordinaria magnitud de sus impactos. Según Carbon Brief, el confinamiento y paralización de la actividad productiva que tuvo lugar en China hace escasamente unas semanas, se tradujo en descensos de un 25% en sus emisiones de gases de efecto invernadero. Otros estudios mostrados en el mismo medio predicen que esta pandemia ocasionará una reducción en las emisiones globales de dióxido de carbono que se sitúan en torno a 1.600 millones de toneladas, algo más del 4% de las emisiones medidas en el año 2019. Se trata de un descenso muy significativo, mayor que el ocurrido en las recientes crisis económicas globales. Sin embargo, ni siquiera esta masiva depresión de las emisiones es suficiente para revertir la continua y desbocada acumulación de gases de efecto invernadero que tiene lugar en la atmósfera, responsable del calentamiento del planeta.
Me pregunto si somos conscientes de lo que significan expresiones como “descarbonizar la economía”, “neutro en emisiones” o “emisiones cero”, tan frecuentemente emitidas por los dirigentes mundiales. Pues bien, la ralentización drástica de la actividad económica y de la movilidad que a escala planetaria ha inducido la crisis del Covid-19, no es suficiente ni siquiera para aproximarse a lo que proclaman estas consignas. Serían necesarias reducciones de emisiones aún más profundas y extendidas en el tiempo para alcanzar la modesta y bien intencionada aspiración del tan aclamado “Acuerdo de París”: mantener el aumento de temperatura del planeta por debajo de 1.5º C.
Aun así, las severas restricciones en la movilidad y en numerosos sectores productivos, inherentes al confinamiento y el distanciamiento social que impone la gestión de la pandemia, representa un impacto económico y social de dimensiones no totalmente conocidas pero, sin duda, descomunales. Esta pandemia, que ha desnudado al sistema socioeconómico vigente mostrando de forma descarnada su vulnerabilidad, ha supuesto un cambio drástico en nuestro comportamiento social, difícilmente soportable durante un tiempo prolongado. Me pregunto si este nuevo comportamiento social representa realmente un cambio radical con respecto a la situación anterior a esta crisis. En los países de renta elevada, o quizás mejor, en los hogares de cualquier latitud que disponen de una renta holgada, este cambio no ha sido tan intenso. Mantenemos el mismo nivel de suministro energético en nuestros domicilios, accedemos a las mismas redes de comunicación y consumimos básicamente los mismos alimentos y productos de primera necesidad que antes de la irrupción del virus en nuestras vidas, incluso aquellos que provienen de las regiones más alejadas del globo.
La tesis que planteo es que pese al enorme efecto que este virus ejerce sobre la economía planetaria, su reflejo ambiental a medio y largo plazo va a ser, lamentablemente, escaso. La cantidad de gases de efecto invernadero emitidas por cada habitante de España en el año 2017 fue de unas 6,1 toneladas. Asumamos que la reducción de emisiones que tuvo lugar en China es extensible al resto del planeta. Admitamos aún más, que esta reducción se duplique, es decir que suponga un descenso de un 50% extendido a lo largo de un trimestre. Si estas asunciones se aproximaran a la realidad, la pandemia se traduciría en un descenso en las emisiones per cápita de nuestro país de unas 0,8 toneladas, un 12% menos que hace dos años. ¿Se imaginan a qué países nos pareceríamos de darse este escenario? ¿Quizás a Perú, India, Sudán o Camerún? No, mucho más cercano. Nos situaríamos en el nivel de Portugal, país que hace sólo unas semanas no percibíamos como muy diferente al nuestro. Pero, ¿saben cuantos gases de efecto invernadero emiten anualmente los ciudadanos de los estados mencionados unas líneas más arriba?. Dividan por tres las emisiones por habitante que hemos estimado para España tras las crisis del Covid-19, y se encontrarán en la situación normal de la India o Perú. Háganlo por doce y vivirán en Sudán, y si replican la operación, pero esta vez dividen por dieciséis, obtendrán los valores que se corresponden con Camerún. ¿Les extraña ahora que quieran venir a Europa, aunque sea con empleos precarios, a cosechar los productos del campo que no podríamos recolectar sin su ayuda? Son las mismas personas a las que algunos, convenientemente embadurnados en banderas, plantean cobrar los servicios sanitarios de urgencias si tienen la desgracia de acabar infectados.
La crisis sanitaria y económica que estamos padeciendo no va a solventar la crisis ambiental global en la que estamos inmersos. Desafortunadamente, el problema es de mayor magnitud y, me atrevo a decir, más estructural. La crisis ambiental presente es el fruto de un modelo de sociedad que tiene su razón de ser en el uso masivo de energía, en el consumo incesante de recursos, en gran parte no renovables, y en la transformación intensiva del territorio, a cambio de recompensas en términos de bienestar para una fracción reducida de la población humana. Si me preguntan si soy capaz de imaginar un nuevo modelo sobre el que se pueda sustentar la mitigación, al menos en parte, de la degradación ambiental que predecimos para las próximas décadas, me atrevo a afirmar que requerirá, sin duda, un nuevo concepto de lo que denominamos bienestar. Un nuevo modelo centrado en el consumo de lo necesario y en la reducción drástica del uso de energía, lo que implica inevitablemente la restricción de la movilidad prescindible, la priorización de los ciclos cortos de producción y consumo o la racionalización del turismo, entre otras muchas transformaciones; una auténtica revolución. ¿Puede emerger esta revolución, esta transición radical, del mismo sistema que genera el problema?. Soy profundamente escéptico a este respecto. ¿Será quizás el nuevo placebo del “Green New Deal” o el oxímoron del “crecimiento sostenible”, quienes marcarán el rumbo que precisamos? Honestamente, creo que no. ¿Saben que las empresas del sector del marketing y la publicidad, cuyo objetivo principal es estimular el consumo, facturan el equivalente al producto interior bruto de España, la decimotercera economía del mundo? ¿Y creen, con sinceridad, que este sistema va a tender de forma natural hacia la autocontención, reduciendo de forma manifiesta su capacidad de generar beneficios y producir residuos? Yo no.
He leído en varias ocasiones durante estos días que el mundo en el que amaneceremos cuando termine el confinamiento no será el mismo que el anterior. Es posible que sea cierto. Pero desconozco en qué dirección derivará. Lamento no transmitir un mensaje más esperanzador, pero el análisis de crisis previas, algunas bien recientes, me lleva a pensar que una vez haya transcurrido este periodo regresaremos a nuestra caverna, desde la que volveremos a percibir la realidad a través de las sombras que proyectan nuestras endiabladas rutinas. Llenaremos de nuevo los aeropuertos. Retornaremos a los embotellamientos de las operaciones salida y retorno. Incluso nos parecerán normales usos que cualquier análisis racional pondría en cuestión: volveremos a llenar campos de fútbol bien regados con luz artificial aunque el sol nos deslumbre y ocuparemos nuestras terrazas invernales que, adecuadamente calefactadas, garantizan nuestro “bienestar” particular, aunque para ello sea necesario aumentar la temperatura de la atmósfera terrestre. Y tantos otros pequeños placeres, que la vida son dos días. Quizás consideren que mi análisis es pesimista. Seguramente estén en lo cierto. Pero, al igual que no creo que la naturaleza tenga voluntad alguna de ponernos en nuestro sitio, no creo que de la conmoción causada por este virus vaya a surgir una sociedad humana privada, súbitamente, de las inercias que la han convertido en el agente principal de la alteración ecológica que afecta a nuestro planeta. Ya me gustaría creer pero, lo siento, no creo.